Desde el confinamiento

Parece que solo somos capaces de vivir juntos cuando se nos obliga a ser disciplinados. Y esto está siendo solo un ensayo general. Pasaremos los próximos 50 años así. El planeta se está acabando.

Alessandro Baricco sobre la situación actual

Corría el mes de enero de 2020, y las imágenes de una solitaria Wuhan despertaban suspicacias aquí en España. Se veía una lejana e improbable situación de emergencia que solo entendíamos en películas y series del género zombi. Hoy, esas calles solitarias y el silencio propio de la vida que se ha suspendido en el aire se pueden comprobar con solo salir al balcón de mi ventana.

La sociedad española suele ser gregaria y de salir al bar a tomar el cafelito y la tapa (tenemos el récord mundial de mayor densidad de bares, uno por cada 175 personas), abarrota los centros comerciales como muchos otros países del mundo y suele convivir en apretujados eventos religiosos masivos y ferias a lo largo del año. Por otra parte, en 2019, España fue señalado como el séptimo país de la Unión Europea que más comida desperdicia, con 7,7 millones de toneladas al año, equivalente a 179 kg por persona. Un coctel tan propicio para un desastre.

Dicho lo anterior, cuando el gobierno central anunció el decreto de estado de alarma el 13 de marzo (nunca hecho en su historia si descontamos la cuestión de los controladores aéreos en 2010), casi inmediatamente se identificaron por lo menos cuatro tipos de persona:

  1. Los que entendieron que esto era serio, y que había que acatar las órdenes sanitarias y ejecutivas, pero ya. Aquí agrupamos a los que incluso han criticado hasta la saciedad la «incompetencia gubernamental» por tintes políticos y reclamos por diferentes situaciones, laborales económicas y sociales. Estas personas no generan pánico, compran lo que necesitan, y en general respetan las normas de cuarentena quedándose en su casa si tienen esa opción. En los mejores casos, su creatividad los lleva a matar el tiempo compartiendo sus habilidades con toda una barriada.
  2. Los que se saltan sin preocupación medidas de seguridad por inconsciencia o con conocimiento de causa (no es broma: paseando ovejas, cabras y perros de peluche, disfrazándose de dinosaurio, abriendo clandestinamente bares…) incluyendo a los madrileños que al inicio de la alarma salieron rápidamente de la capital a sus segundas residencias en la playa, sabiendo que eran el foco de infección principal en el país, y que con seguridad ayudaron a la propagación. Aquí también incluimos los ya clásicos idiotas que compran el papel higiénico como si no hubiera un mañana, y acaparan desde dos hasta muchísimos productos por categoría: veinte geles antibacteriales, diez cajas de leche, treinta kilos de carne de la que sea, lotes de guantes de látex, etc.
  3. Afortunadamente los menos, los violentos que retan a la autoridad y que incluso tosen, golpean y agreden verbalmente a la policía y Guardia Civil. La gente que además de resistirse a quedarse en casa, cree que no la pueden tocar y que puede hacer lo que quiera. Me ha tocado ver a menores y mayores de edad en este grupo, que al decirles algo, te suelen contestar groseramente, y los chavales «mi padre paga la multa» (multas que van desde los 600 a unos cuantos miles de euros). Estos también pueden mezclarse con el grupo 2.
  4. Los que no tienen más remedio que salir por sus trabajos, los más expuestos al virus, por desgracia. Incluimos aquí en primera línea a los valerosos médicos y personal sanitario, policías, bomberos, funcionarios, repartidores, cuidadores de ancianos y niños, todos los que se han quedado allí afuera para que el país, «en suspensión», siga mínimamente funcionando.

Está claro que el encierro, que apenas empieza, ha dado material para estos días con todos los antes mencionados. Podemos ver incontables anécdotas que llegan en forma de video al WhatsApp, al Facebook, y ha quedado claro que este choque golpea de forma independiente a cada uno, que lo sobrelleva como mejor puede.

¿Qué pasó entonces? España, o el mundo, si queremos verlo así, corría en una carrera desenfrenada, con turbulencias políticas apenas buscando acomodo con el nuevo gabinete, con medidas anticontaminantes que no estaban funcionando en las grandes ciudades, de desastres ecológicos a punto de explotar en zonas como Huelva y La Línea, fábricas trabajando las veinticuatro horas generando humos tóxicos, de playas llenas de basura y flora y fauna sistemáticamente erradicada. Personalmente fui voluntario de esta recogida de basura, y era deprimente ver la cantidad de residuos que terminaban en el mar. El puerto de Algeciras, el más importante del país, era un foco contaminante que a muchos les tenía sin cuidado; con solo pasar cerca de la bahía, se podía sentir el aire pesado, tóxico, y el agua de colores aceitosos. Hoy la Tierra ha encontrado un inesperado respiro en esta parte del mundo, y se puede decir que es el lado más amable de todo lo que está sucediendo.

Sin embargo, esa carrera no terminó con una frenada suave. Es un ferrocarril que ha descarrilado y cuyos conductores hacen lo imposible por no volcar. Baricco, de quien tomo prestado el extracto del principio, asegura que la epidemia ha sido como un accidente de coche terrible, y las ambulancias son las democracias. Las democracias a las que el ciudadano promedio se aferra para no dejarse arrastrar a las profundidades. Me parece atinada esta analogía, pero, ¿si la ambulancia tiene deficiencias? ¿Si el conductor es torpe, si sus paramédicos no saben qué hacer para auxiliarnos? Es lo que está sucediendo justo ahora en diferentes países, y España no es la excepción. A pesar de que la Unión Europea presume de eso, de «unión», cada país hace lo que buenamente puede. El desastre italiano, por ejemplo, tiene mucho arrastre: gente cansada de su gobierno, que no le cree y que ha actuado lento en cada etapa de la crisis, provocando la situación que ya conocemos en su país.

En España se han criticado duramente las medidas de cuarentena, de que se actuó tarde, y se ha dudado en demasía. Las cifras de contagio comienzan a demostrarlo (la multitudinaria manifestación del 8 de marzo es la más criticada) y junto a la locura de vacacionistas madrileños y de otras grandes ciudades movilizándose a la costa, la epidemia ha aprovechado ese impulso con vigor, extendiendo sus dedos largos e invisibles a los cuatro puntos cardinales, y los muertos, para desazón mía, comienzan a alcanzar círculos medianamente cercanos a mí. Se habla de que, en efecto, los gobiernos no nos informan de todo, que el virus actúa de formas impredecibles y dependiendo de cada persona, pero la incertidumbre y la desinformación han primado por encima de la veracidad sobre esta pandemia. Por lo pronto, el discurso del rey Felipe VI fue recibido en las ciudades vaciadas con una tremenda cacerolada, tan alta, que su mensaje se ha difuminado y perdido inmediatamente en esta historia.

 

No nos ha quedado más que aguardar. Las epidemias no son emocionantes, no se puede hacer más que esperar a que pase, como dice Camus en su Peste. Y la gente ahora está empezando a pasar por diferentes etapas de este fuerte impacto a su cotidianidad y la limitación de su libre tránsito. No es algo por lo que este país haya pasado antes desde la Guerra Civil, aunque en mi caso, encuentro curiosas similitudes con el toque de queda autoimpuesto por el huracán Wilma en 2005; el pillaje del que fui testigo, la ayuda vecinal, los robos a las casas, las hogueras y las patrullas en los barrios de Cancún hacen que me invada la nostalgia. Se mostraron ambas caras del ser humano, una oscura que avergüenza, y otra brillante que dejó briznas de esperanza. A diferencia de aquellos días, en España seguimos con abasto normal de productos (hoy con entrada regulada a los supermercados gracias a la gente del apartado núm. 2) con luz y servicios primarios funcionando perfectamente, lo que hace que diverjan estas experiencias. En Wilma, pasamos precisamente unos quince días sin luz en nuestra colonia, yendo a buscar agua al cárcamo, compras racionadas y controladas, y limpiando el desastre dejado por el ciclón, que nos cubrió de barro, hojas y escombro. Las noches estrelladas se amenizaban con hogueras, velas, cervezas y contacto con gente con la que una semana antes a duras penas hablábamos. Como dice el escritor Juan Soto Ivars, estos sentimientos tienden naturalmente a pasar, evaporándose, y seguro como sucedió con ese huracán, aquí sucederá lo mismo. Hoy son aplausos generales a las ocho de la noche para los sanitarios desde nuestras ventanas, hoy son personas disfrazadas azuzando por megáfono a los que se aventuran en la calle sin causa aparentemente justificada, son juegos de bingo entre diferentes edificios, diyeis parapetados en los balcones mezclando hits con luces y láseres. Todo eso pasará con seguridad, pero esta epidemia ya ha hecho lo suyo: ha dado una pausa (por ahora indefinida) al grueso de la ajetreada vida española, la vida del trabajo en su mayoría, de comerse una tapita en el bar, de ir al cine, la de desperdiciar comida, la de ir con el ferrocarril a toda hostia y sin mirar a los lados. Nos ha confinado a todos en nuestras casas, obligándonos a caminar en círculos por nuestras habitaciones; nos ha contenido en un punto a reconocernos, y a reflexionar, en el mejor de los casos. La gente que vivía de esas actividades la está pasando muy mal, está claro. No hay fútbol, solo repeticiones; no hay amigos con quien jugar dominó ni la petanca, no se puede hacer ni footing.

Económicamente, no hace falta que lo diga. La historia se está escribiendo justo ahora, y no digo que nada será igual, pero muchas cosas sí que cambiarán al menos en España y Europa. La cuestión de los pequeños empresarios, de esos monstruosos centros comerciales donde la gente entraba por miles y compraba por montones. El pequeño consumo está paralizado, a excepción de los pedidos a domicilio, aunque esto puede cambiar en cualquier momento. Nos metimos en un túnel sin luces, y aún no se puede ver el final, vamos a tientas por ese túnel, atentos a lo que puede cambiar, a lo que nos pueden racionar.

Hay mucha información en internet acerca de la epidemia, tanta, que no alcanzaría una vida para visualizarla toda. Los médicos, hartos y asustados algunos, nos alertan, previenen y se quejan amargamente (y seguramente con razón) contra el sistema y sus deficiencias para su seguridad con los enfermos; los profesores hacen malabares para que sus alumnos no pierdan el curso escolar; los dueños de cada uno de estos bares per cápita hacen borrones en sus cuentas diariamente y se preparan para afrontar su probable ruina. Nada es claro todavía, el túnel aún es oscuro, y la gente se va a desesperar si la ambulancia, llámese democracia capitalista, no acude en su auxilio, o no tiene un buen desfibrilador abordo.

Entre todo este mar de situaciones cambiantes a cada momento, veo desde fuera que en México hay una innegable desorganización y desinformación tremenda entre el gobierno federal y los estatales. El virus pegará independientemente del calor, de los amuletos contra la corrupción y de los memes y las buenas voluntades. El virus llegará a México y golpeará con rigor y es una verdad ineludible. No soy científico, mucho menos epidemiólogo, pero se está comprobando que la situación de contagios ya no depende del país en sí, sino de cada uno y lo que haga para evitarlo. Al meternos en la misma canasta que China, Irán, Italia y Estados Unidos, el bacilo no respeta ya frontera alguna y el túnel se alargará y oscurecerá mucho más, y eso por números, por tendencias y curvas, certezas matemáticas.

Nosotros veíamos películas de zombis y contagios en las calles vacías de Wuhan. Hoy, el silencio provocado por el virus invisible caminando por las calles, ha salido de las pantallas, camina por nuestras calles y aceras, y ya nos ha recluido en casa. No queda más que esperar, que la luz llegue a lo lejos, mientras caminamos a tientas por esta oscuridad.


 

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